Eran las cinco de la mañana, la noche anterior habíamos celebrado el fracaso de nuestra protesta resignados a volver a nuestras casas y guardar la esperanza. Los hermanos dormían, se oía el ronquido a lo largo de la esbelta carretera solitaria. Todavía con resaca, observaba con ojitos achinados el camino cerrado y apenas despejado por más de tres mil awajún y wampis.
Todo estaba en paz, habíamos conversado con la policía y concluíamos que no había a quién vengar. Nadie había muerto. Pero el presidente no podía quedarse sin saborear la sangre.
Apenas se oyeron los pasos de los otros uno quiso alertar que recogiesen sus pertenencias para marcharse. Acaso el gobierno no había oído sus peticiones, el apu había coordinado, pero esas palabras se convirtieron en bala.
Los disparos de los militares y policías seguían y los somnolientos guerreros por naturaleza casi con dieta como si fueran a tomar ayahuasca en un ayamtai salieron a defenderse como lo hacían sus abuelos cuando eran atacados por sus enemigos.
Era selva sin bosque, ni árboles dónde esquivar la bala, ni piedras, ni cataratas que cubrieran las pisadas para desviar al enemigo y ¿a qué dirección volaba el picaflor que no aparecía? Corríamos con nuestra lanza, simplemente corríamos escuchando la melodía de los municiones o lo que fuere que sucumbía nuestro tímpano. Algunos caían resbalándose en el lodo, en una piedra que no era piedra, en la nada.
Así fue, simplemente corrieron como una mariposa flotante en el camino, como wampan que decimos es el alma de algún pariente que falleció hace poco y le ponemos masato en la esquina de la casa para que en nuestros sueños no nos reproche que lo echamos de lado, así, corrían evadiendo la muerte.
Dicen que el indígena no entiende de leyes, ni de comunismo, ni de marxismo y otras teorías occidentales que airean con orgullo los otros y guardan bajo sus almohadas, simplemente defienden su vida, a la madre tierra, La Nugkui, reportaban los medios.
La paz que reinaba se convirtió en una guerra desenfrenada. La pelea no era horizontal, no había espacio para elegir al guía del camino. No había camino, no estaba Tentets, ni Tsamarén menos Sebastián. Se mataban peruanos entre peruanos, después de cantar el Himno Nacional a toda voz.
Sí, se mataban entre ellos, lejos de los “civilizados” de los “ciudadanos de primera categoría”. Civilizados a tan altura que no podían entender que la vida no es dinero ni el poder. Se mataron como humanos dejando heridas que acaso nunca se cerrarán. Así lo conoció el mundo.
Ese día no hubo fiesta de Tsantsa, tampoco dietaron, estaban enloquecidos y sedientos de la indiferencia. Tal vez algunos comieron gallina asada con plátano asado o tal vez huevo sancochado o chonta o quien sabe tomaron ayahuasca para no temblar ante la vida.
Allí estaba, dicen que era gordito y cachetón, se hacía llamar líder y no apu, hasta le decían “el máximo líder”, y como tal le dieron por muerto. Dicen también que le dispararon una vez, otra vez y hasta siete veces pero el awajún no moría, y nunca murió.